lunes, 20 de febrero de 2017

Elogio de la espontaneidad.





Miro la hora en el móvil. Guardo el móvil. Se me ha olvidado la hora qué es. Miro el móvil. Por fin sé qué hora es. Pero, ¿necesito saber qué hora es? Forma extraña de situarse en el tiempo si verdaderamente mi primera intención no era situarme en el tiempo, sino más bien una ojeada de puro hábito repetitivo y rutinario. Una vuelta al universo que se abre en la mano con mi móvil, lejano al universo que hay ante mí.
Iba en el metro observando como todo el mundo observaba su teléfono, excepto a mí que me gusta pensar (cosa rara) y otro señor a mi lado que no parecía tener un techo para vivir. Un par de veces cruzamos miradas ya que creo que entendimos el uno en el otro que los únicos que estábamos allí éramos él y yo. En ese entendimiento acabamos hablando de banalidades, de adónde iba él y adónde iba yo. Qué caminos vitales nos habían llevado allí a las 10:05 de la mañana un 20 de febrero de 2017.
No soy un hombre de apuestas pero para cuando él se apeó volví ante la imagen de varias filas de asientos donde había humanos conectados a un teléfono y no el teléfono conectado a un uso humano. El móvil era extensivo a sí mismos. Una prolongación del brazo, un órgano más continente de música, amigos, agenda, fotografías y esfera pública. “Me gusta”, “Comentar” y “Compartir”. “Follow”, “Unfollow” y “Subscribir”. Click. Tap. Deslizar hacia abajo. Una y otra vez. Sin pausa. Tan sin pausa que a alguno se le pasará la parada, aunque seguramente allá donde vaya, hará (si se lo permiten) lo mismo que hace ahí sentado de camino a no sé donde. Sumergidos en el mundo virtual, tan grande y extenso que abarca todos los países y todas las informaciones, se perdían la historia de un hombre sin hogar, que aunque estuvo ante todos ellos, quizás sólo estuvo ante mí.
Como decía, no soy un hombre de apuestas, pero apuesto mi móvil a que ninguno de los que allí había se acuerda a las 18:00 de qué les gustó, qué conocieron o qué vieron durante los 30 minutos que duró su trayecto. Por suerte para ellos no he podido realizar la apuesta en vivo, pero extiendo esa apuesta a todo aquel que se sorprenda a sí mismo demasiado metido en sí mismo a través de la ventana más poderosa que hay respecto al mundo.
Por suerte llegué a la reunión que tenía esta mañana y transcurrió con normalidad. Y, evidentemente, regresé de nuevo en el metro. Allí tenía a la vez ante mí la misma imagen y la excepción. Una madre con su hijo pequeño en un carrito. Que si te doy un beso, que si te hago una cosquilla y juego al veo veo. Allí estaba alguien a medio camino de su vida que había originado otra vida en este mundo siendo tal cual son. Maravillosos, rodeados de una masa que busca quiénes son en el dispositivo de su bolsillo.
No es que tuviera una revelación religiosa, por supuesto que no, pero cada gesto que veía espontáneo en alguna de las personas me pareció precioso por su naturalidad. La naturalidad me pareció excepcional, ¡eso sí que es rareza! No hay necesidad de llamar al apocalipsis o escribirle un whatsapp, aunque lo cierto es que se intuye la pérdida de algo. Si Platón se despertara mañana pensaría que hemos adoptado la vida de la apariencia y que adulamos la copia de la copia y la imitamos por sistema, navegando en la superficialidad. Sin embargo, parece que fuera del bolsillo, sigue habiendo algo de esencia en la espontaneidad.