viernes, 20 de mayo de 2016

Luz



   El fuego de la fe fue en muchas ocasiones. Ese astro gigante que dirige el paso del tiempo en silencio. No se oye silbar a la luz que se introduce por la ventana, sin embargo, invita a las aves a acariciar los estertores de la noche. Trama por las esquinas el abordaje de habitaciones singulares que progresivamente estampan el color en las paredes, en los muebles, en los compañeros de alcoba.
   La luz del amanecer es el eterno retorno de la vida. El despertador de los pasos del más pudiente, del más desgraciado. Domina el cielo en todo lo alto dirigiendo los caminos de los seres vivos, que lo huyen cuando radia demasiado, que lo buscan cuando es perezoso. Es el cómplice de amantes que paran el tiempo en una caricia, de pescadores que guardan el silencio en sus frágiles pisadas, de conductores de camiones que miran al horizonte buscando un futuro mejor. Es el verdugo de los fusilados de guerra, de los explotados en los rincones del mundo, de los rateros del bolso o la vida. Es el espejo de los ojos de la humanidad, es el padre de las primeras reflexiones filosóficas, de las luchas fraticidas, de las cuevas de Altamira donde nunca se llegó a colar. Fue dios en algún momento y en otro hidrógeno y helio. Estuvo dando vueltas a la Tierra y luego la Tierra empezó a dar vueltas sobre él. Fue centro del universo y luego un grano de arena de él. Tuvo todas las formas, todos los significados y siempre estuvo ahí, impasible, entre el desdén y la entrega generosa de la posibilidad de la vida.
   Es el sol, testigo de hazañas, testigo de fracasos, que nunca falló un amanecer. Ni siquiera uno.

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